Aquella era la primera noche que se atrevía a cruzar el umbral. Sabía que allí habría algo o alguien esperándola y por eso jamás había querido cometer semejante imprudencia.
Una parte de ella sabía con seguridad que si iba, podría ser la última vez que caminara por las calles de su manzana. Sabía que si iba, a aquellas horas de la noche, estaba corriendo un riesgo que no podía ser aceptado. Pero, ¿por quién?. Ella lo deseaba, anhelaba ir. Cada vez que se acercaba la hora, sentía el deseo apoderarse de su cuerpo, los misterios de la noche la tentaban, sabía que allí y a esa hora, estaba lo que llevaba buscando toda su vida: algo más. Pero no podía hacerlo, por ellas, porque podía ser su última noche y ellas no podrían soportar que se marchase de su lado, para siempre. Y ella tampoco quería que todo acabara. Pero... la noche la tentaba, el riesgo, la certeza de que allí encontraría aquello que había estado deseando desde que empezó todo.
¿Ellas entenderían alguna vez su dilema? Y, aunque lo hicieran, ¿podrían jamás consentirle que corriera semejante riesgo? Es más, ¿la animarían?. Sabía que no. La querían demasiado. Era mejor dejar las cosas como estaban, se lo debía, ellas habían hecho demasiado por ella y no se lo podía permitir a sí misma, la lealtad no la dejaba.
Así habían transcurrido noches y más noches, contemplando con ansiedad la luna y las estrellas tras las rejas de su ventana o desde su claustrofóbico jardín. Encerrada, por propia voluntad, en la seguridad de su celda. Y cada noche, el misterio la esperaba allí donde no se permitiría ir jamás, presa de su propio temor y con las alas cortadas por la fidelidad.
Aquella noche, decidió ir. Se convenció de que no pasaría nada. Estaba cansada, derrotada por todo y por nada, se sentía sola a pesar de tenerlas tan a su lado como siempre, pero hacía mucho que no las veía, mucho sin contemplar sus ojos serenos y sin recibir sus abrazos plagados de cariño y protección. Su lealtad, inquebrantable hasta entonces, flaqueó, y el deseo que la anegaba, acabó rompiendo los últimos restos del muro de contención que lo refrenaba. Se engañó a sí misma lo suficiente como para traspasar el umbral y se encaminó hacia aquel destino que la llamaba.
Dieron las doce. Ya no podía esperar más. Con el corazón palpitando como nunca y la respiración entrecortada, se quitó el pijama y se colocó su ropa de siempre, ancha y cómoda, como a ella le gustaba. Salió de su cuarto silenciosa, nada salvo un pequeño crujido de la madera al bajar las escaleras delató sus pasos. Cogió las llaves con gran cuidado y tan lentamente que no produjo ningún sonido. Abrió la puerta, despacio, a pesar de que deseaba salir corriendo de allí cuanto antes. Salió cerrando con la misma paciencia, sin hacer a penas ruido.
Se quedó en el porche unos segundos, allí estaba el cielo, tan estrellado como siempre y la luna creciente, casi llena. Olió el ambiente, olía dulce. Cerró los ojos y sintió la brisa, que no había, en su cara. Se estremeció porque sabía que aquello que ella sentía, no era “natural”. La esperaban. Volvió a cerrar los ojos y se dejó embargar por la fuerza de la llamada, en su mente sólo estaba la llamada y el anhelo de responderla, no le asaltó ningún otro pensamiento pues la realidad cotidiana y con ella, sus hermanas, habían dejado de existir en su ser. Abrió el portalón del jardín y dejándolo abierto, cruzó el umbral.
| |